Autonomía de la Voluntad y Derecho Laboral

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Autonomía de la Voluntad y Derecho Laboral

Los códigos civiles vigentes, que en sus núcleos duros datan del siglo XIX, tuvieron como más próximo referente al Código Civil Napoleónico de 1804, que fue consecuencia jurídica mediata de la Revolución Francesa. Abolidos los fueros y privilegios fundados en la estratificación social en cuya cúspide se hallaba la nobleza, era preciso armonizar el derecho para unir a la nación y, además, estructurarlo de forma sistemática y armónica, partiendo de la premisa de que, en sus negocios jurídicos, las partes celebrantes debían concurrir en pie de igualdad; de esa igualdad que proclama la tríada revolucionaria en la que convergen también la fraternidad y la libertad.

Es por ello que uno de los principios subyacentes de la legislación civil, al que el Código de Andrés Bello no es para nada ajeno, radica en la denominada autonomía de la voluntad: esas partes que, en teoría, negocian de forma igualitaria —esto es, sin que ninguna le pueda oponer privilegio a la otra— pueden arribar a acuerdos plasmados en contratos que son fuente de obligaciones y que, como sabemos bien, constituyen ley para sus suscriptores, de tal suerte que no puedan invalidarse “sino por su consentimiento mutuo o por causas legales”, tal como lo encontramos escrito en el artículo 1561 de nuestro Código Civil, gracias a la pluma del inmortal venezolano cuya monumental obra jurídica adoptó como propia el Ecuador en 1857.

No obstante, la Segunda Revolución Industrial que dio pie al surgimiento de los grandes emporios y que, desde luego, transformó el mercado del trabajo, poco a poco puso en tela de duda aquella supuesta autonomía de la voluntad, debido a que el poder de negociación, idealizado en la ley como igualitario, había dejado de tener aplicación real desde que, por ejemplo, un proveedor pequeño o mediano de materia prima tenía que ponerse de acuerdo en los términos de su contrato de suministro con una gran empresa, que de no comprar lo que él podía proporcionarle, fácilmente lo conduciría a la ruina. No se diga, pues, si la negociación giraba en torno a un contrato destinado a conseguir mano de obra remunerada para beneficio del empresario, donde las condiciones contractuales serían desde luego impuestas por el empleador.

Ello derivó, en el decurso de los años, a romper con la raigambre eminentemente civilista que tenía el contrato de prestación de servicios inmateriales, para dar pie a la puesta en vigencia de un nuevo cuerpo legal que le diera un marco jurídico propio y especializado a un tipo de relación que ya se percibía como distinta: la laboral, expresada instrumentalmente en el contrato de trabajo. Y para salvar la brecha de la natural desigualdad negociadora entre empleadores y trabajadores, se dotó a la novísima legislación de una serie de garantías y principios a los efectos de que la capacidad económica no fuese un factor capaz de vulnerar derechos esenciales. En ese contexto vio la luz el Código del Trabajo, que en nuestro país afinca sus históricas raíces en 1938.

Tales garantías y principios, que incluso se han recogido en el texto constitucional, dan poquísimo margen de maniobra para la aplicación de la autonomía de la voluntad en las relaciones jurídico-laborales en lo que respecta a la negociación de los pactos contractuales, puesto que la intangibilidad y la irrenunciabilidad de los derechos de los trabajadores limitan la posibilidad de negociaciones amplias que, eventualmente, pudiesen ser tachadas como renuncias encubiertas de derechos, hasta tal extremo que, en este ámbito, ni siquiera tiene valor una transacción directamente realizada entre las partes, salvo que una autoridad administrativa o judicial intervenga en el acto y las apruebe.

El Ministro de Economía y Finanzas, en la difícil coyuntura que afronta la nación ante la crisis desatada por el COVID-19, ha anunciado el envío de un proyecto de ley que haría posible, entre otros aspectos, “un régimen en el que el acuerdo de las partes será la norma”, que muy particularmente será aplicable en las relaciones de trabajo para pactar nuevos salarios y acordar diferentes jornadas de labor. Es este, implícitamente, un llamado al retorno de la autonomía de la voluntad como principio rector de los acuerdos contractuales, lo que si bien es válido, no puede desconocer tampoco aquellos ya señalados límites constitucionales, ni los que forman parte del ordenamiento jurídico en calidad de convenios internacionales en materia laboral ratificados por el estado ecuatoriano.

CONSULEGIS ABOGADOS
Fabrizio Peralta Díaz
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División Laboral